Si uno se pone a hilar fino, el negocio de la publicidad es vender atención y memoria. O mejor, vender la promesa de capturar la atención y generar recordación. De ahí que la efectividad de las campañas sea con frecuencia medida con variables tales como “top of mind” o “awareness”.
Mi creencia ha sido siempre que la atención y la memoria son condiciones necesarias, pero nunca suficientes para generar compra. Además de garantizar esos dos procesos psicológicos, las agencias debemos, sobretodo, modificar actitudes. Las grandes campañas, como la ya célebre Belleza Real de Dove logran justamente eso: capturar la atención y tatuarse en la memoria de los consumidores, pero lo logran por la enorme relevancia personal que tienen y las actitudes increíblemente positivas que generan. Aún así, seguimos obsesionados con llamar la atención, apelando a las herramientas que en el pasado nos han dado resultado, todas ellas resumidas perfectamente en la palabra interrupción. Al fin y al cabo, la publicidad tradicional hace justamente eso, interrumpe y molesta para intentar que un grupo de personas vagamente definidos por los elementos que tienen en común nos preste un poco de su atención.
En el fabuloso libro “Free, the future of a radical price”, Chris Anderson hace una reflexión que, en mi opinión, ilustra en buena medida parte de los cambios culturales que la tecnología ha generado y que las agencias debemos esmerarnos en entender si queremos seguir obteniendo resultados. Dice Anderson, citando a Herbert Simon, Economista y Psicólogo (¡¡!!):
“En un mundo rico en información, la riqueza de ésta significa la escasez de algo más: escasez de cualquier cosa que la información consuma. Lo que la información consume es obvio: consume la atención de los receptores. Por lo tanto, la riqueza en información crea pobreza de atención”.
Cualquier persona de mercadeo o publicidad, me parece, estará de acuerdo con lo expresado por Anderson. Si a eso le agregamos el hecho de que, además de escasa, la atención no es suficiente, podemos ver que estamos ante un gran problema. No obstante, Anderson agrega un elemento importante, al decir que esta abundancia de información
“nos hace discriminar mejor la información y entretenimiento que queremos realmente, y en el proceso aprendemos más de nosotros mismos y de lo que nos motiva. Esto en definitiva hace que muchos de nosotros dejemos de ser consumidores pasivos y pasemos a ser consumidores activos”
El exceso de información ha subido el precio de la atención (como ocurre con todo “bien” escaso), pero además ha cambiado a las personas que nos la dan. Ahora, como consumidores, nos conocemos mejor y somos más exigentes. No nos basta que nos interrumpan para que entreguemos nuestra preciada atención, ahora más que nunca tienen que seducirnos. Y esa seducción ocurrirá sólo si hablan de lo que más valoramos: nosotros mismos.
Se nos dio vuelta el planeta. Ya no vivimos más en un mundo de gente con tiempo y ganas (abundante atención) para pocas marcas (escasez de ofertas). Es exactamente al revés. Para ello, no podemos pagar por la atención el barato precio de hablar de comodities. Ahora tenemos que proponer temas de conversación, ceder el control, dar la palabra y hasta escuchar en lugar de hablar constantemente. En definitiva, más que nunca la modificación de actitudes se hace indispensable.