De un tiempo a esta parte me he venido obsesionando con la mentira como tema y, más específicamente, con lo que en inglés llaman “bullshit” (su hermana más cercana) y que a falta de mejor término en castellano llamaré en adelante “paja“.
Esa obsesión renació hace unos días, luego de dar con un libro en mi biblioteca de Kindle que había comprado pero que, entre una cosa y otra, había olvidado leer. Se trata del ensayo “On Bullshit“, del profesor y filósofo Harry G. Frankfurt, quien hace un análisis interesantísimo sobre la mentira y la paja, dibujando una clara línea divisora entre ambas.
Mi intensión con este post es resaltar esa diferencia, porque creo que comprender dónde está la frontera entre uno y otro concepto es clave para evitar ser un desprevenido consumidor de información chatarra, riesgo que corremos todos en este mundo hiperconectado. Inclusive, me atrevo a agregar, entender tal diferencia puede ayudarnos a no convertirnos en generadores / propagadores de paja, algo en lo que, como en el caso anterior, también se puede caer sin querer.
Tres diferencias entre la paja y la mentira
La principal diferencia entre la mentira y la paja es que en la primera se busca ocultar un hecho, mientras que en la segunda, lo que se oculta es una intensión. Parece una diferencia sutil, pero es muy importante.
En palabras de Frankfurt
What bullshit essentially misrepresents is neither the state of affairs to which it refers nor the beliefs of the speaker concerning that state of affairs. Those are what lies misrepresent, by virtue of being false. Since bullshit need not be false, it differs from lies in its misrepresentational intent. The bullshitter may not deceive us, or even intend to do so, either about the facts or about what he takes the facts to be. What he does necessarily attempt to deceive us about is his enterprise. His only indispensably distinctive characteristic is that in a certain way he misrepresents what he is up to. (Frankfurt, 2005, p. 53)
Al hablador de paja, en síntesis, lo que le interesa es engañar sobre quién es él y qué lo define, más que sobre lo que nos dice. Esto lo que significa, y he aquí la clave, es que no necesita mentir para hablar paja.
De lo anterior se deriva la segunda característica distintiva de la paja: su ambigüedad. El que miente, tiene que necesariamente reconocer cuál es la verdad, pues necesita tenerla presente para mentir. En ese sentido, la mentira es concreta, pues oculta un hecho verdadero, sustituyéndolo por otro falso. El que habla paja, no obstante, es indiferente a la verdad, no la necesita. Lo que necesita es una colección de argumentos más o menos inconexos con los cuales intentar formar en otros una impresión. En su afán de lograrlo, desde luego, tergiversa hechos y manipula información, bien porque la modifica o bien porque omite datos relevantes (muchas veces esto ocurre más por ignorancia que por mala fe), pero el resultado es siempre el mismo: datos, historias y referencias vagas, débilmente relacionadas entre si. De ahí que se aluda a los excrementos para calificar este tipo de conducta, pues se trata, análogamente, de algo que se produce sin forma y sin valor.
La tercera y última características distintiva que quiero destacar sobre la paja es que ésta, al ser ambigua y al no tratarse de una deliberada y específica alteración de la realidad, no recibe tanto rechazo social como su hermana la mentira. Es decir, la gente suele tolerar sin mayor problema al hablador de paja, mientras que al mentiroso se lo rechaza y señala abiertamente. Como pueden imaginar, esto hace al hablador de paja mucho más peligroso, pues lo protege del castigo social, permitiéndole deambular relativamente impune entre nosotros.
El hablador de paja, en definitiva, lo que pretende es hacernos creer una imagen distorsionada de si mismo, y para ello produce o reproduce estupideces, lugares comunes y/o datos falsos que todos los demás tomamos a la ligera. Lo grave de todo esto, como comenté al principio, es que en esta época hiper digitalizada, la propagación de paja se ha convertido en una epidemia y los habladores de paja deambulan por doquier. Si no me creen, háganse un rápido scroll por el timeline en Facebook – el suyo, el mío, el de cualquiera – y terminarán tropezándose con artículos pseudocientíficos que prometen curas milagrosas a males terribles, notas políticas de blogs cuyo origen es cuando menos sospechoso y citas de personajes famosos que no resisten la más mínima revisión. Casi todos son “falsos” pero ninguno es, necesariamente, una mentira.
Tres antídotos contra la paja.
Lo primero que hay que hacer es cultivar un sano escepticismo, utilizando las distinciones arriba descritas. Tengamos la costumbre de chequear las fuentes y de cuestionarnos las intensiones y no solo los hechos. Para ello, la duda puede ser un excelente indicador sobre cómo responder ante un mensaje. Si dudas pero te llama la atención, profundiza un poco más; si dudas pero te es indiferente, déjalo pasar.
En segundo lugar, es preciso aprender a buscar bien en medios digitales. Acercarse a las fuentes del mensaje suele ser la mejor forma de cerciorarse de que lo que se consumió no es paja. Hoy en día, con la información del planeta en tu bolsillo, no tienes excusa para no hacer, aunque sea, una rápida revisión de hechos.
Y la tercera y quizá más obvia recomendación es filtrar. Así, tal cual: intenta exponerte lo menos posible a la paja. No siempre es fácil, pero se puede ir construyendo una suerte de espacio estéril en la red, al que uno puede ir seguro de que no se tropezará con paja de ningún tipo. Para ello hay que identificar antes las fuentes confiables (autores, blogs, medios, etc) y eliminar aquellos que empiecen a hablar paja. Las buenas fuentes sirven, además, para ubicar nuevas fuentes confiables de información.
Protégete y protege a los demás de los habladores de paja. En el mundo en el que vivimos es casi una obligación moral.
Dos referencias bibliográficas para el que quiera profundizar en el tema.
Frankfurt, H. G, (2005). On Bullshit. New Jersey: Princeton University Press
Johnson, C.A (2012). The Information Diet: A Case for Conscious Consumtion. Cambridge: O’Reilly.