Esas putas empanadas

Hoy cumple 78 años mi querida madre, Beatriz. He pensado cómo hacerle llegar un regalo y expresarle lo mucho que la quiero y lo importante que ha sido para mi, pero no se me ocurrió nada. La distancia, la pandemia y mi poca imaginación no ayudan, además.

Así que pensé en compartir con todos una historia que la define y que le da más o menos forma al amor y el orgullo que siento por ella. Es una historia hermosa, que he contado alguna vez a quienes me conocen. Pero es tan linda (al menos para mi) y la define tan bien a ella, que creo que merece ser contada públicamente.

La historia es la siguiente:


Estaba por terminar el año 2002. Venezuela estaba en el medio de un conflicto político terrible y yo me encontraba terminando mi carrera como psicólogo en mi amada Universidad Católica Andrés Bello. Acabábamos de terminar de recoger los datos de mi tesis, hecha con mi querido amigo y hermano Carlos Larrañaga, y por sugerencia de esa magnífica tutora que fue Cristina Vargas-Irwin decidimos inscribir nuestra investigación en el congreso anual de la Association for Behavior Analysis (hoy se llama ABAI) que se celebraría en mayo del 2003 en la ciudad de San Francisco, en los EE.UU. Para nuestra sorpresa, el trabajo fue aceptado para ser presentado en aquél importante congreso. Carlos y yo no podíamos más de la alegría. Para que tengan una idea, ese es quizá el congreso más importante para esa área de la psicología y los autores del modelo teórico que utilizamos en nuestra tesis evidentemente asistirían. Era, en definitiva, un logro enorme para dos jóvenes estudiantes de pre-grado de psicología.

Cuando le expuse el logro a mi madre, junto a mi enorme deseo de asistir al congreso, ella me dijo que en casa no teníamos plata para costear semejante viaje. Ahora a la distancia, siendo yo padre, imagino lo que le habrá dolido hacer esa confesión. Pero ella, firme como es, en lugar de disminuirse ante el desafío me preguntó cuánto tiempo faltaba para el viaje y viendo que teníamos aún un puñado de meses por delante me hizo la siguiente propuesta

(cito de memoria y ya saben que la memoria es una de las formas de la creatividad, pero el diálogo creo que fue algo más o menos así).

Ram, no tenemos plata para pagar ese viaje. Pero si quieres, yo puedo hacer empanadas argentinas y vos las vendés en la universidad. Con algo de suerte, logramos juntar un poco de plata para el pasaje y si nos falta después vemos como completamos. 

Imposible rechazar semejante oferta, ¿no?

Pues de ese día en adelante mi madre se levantaba cada mañana, horneaba un puñado de empanadas argentinas (quienes han probado esas empanadas saben lo deliciosas que son) y yo partía con una especie de hielera pequeña bajo el brazo llena de empanadas que luego vendía en el centro de estudiantes de la escuela de psicología. Recuerdo que las vendía a Bs.100 cada una.

No había, se podrán imaginar, mucho plan ni muchas finanzas detrás de la idea. Era puro esfuerzo. Ella madrugaba para hacer las empanadas y yo las vendía todas en la UCAB. Algunas veces variaba el menú y metía algún tipo de dulce, como los alfajores, que también le quedaban fantásticos.

Pasaron algunos meses de esto. Por supuesto, a mis clases asistía con la cajita de empanadas bajo el brazo. Ignoro si eso estaba permitido en la UCAB, pero nadie me dijo nada. Mis amigos más cercanos me ayudaban a venderlas y muchos eran clientes frecuentes. Poco a poco fuimos con mi madre haciendo una buchaquita de dinero en la casa.

A pocas semanas de que se diera el viaje tenía yo el pecho lleno de optimismo y esperanza. Me quedaba un paso más: renovar la visa americana. Fui decidido a la embajada, con la carta del congreso en la que constaba la aceptación de nuestro trabajo más el reguero de estados de cuentas y constancia que siempre piden. Hice mi cola, presenté mis documentos y cuando llegué a la ventanilla, un empleado frío y devastador como una avalancha me entregó un documento en el que se rechazaba la solicitud y se me indicaba que debía esperar 6 meses más para volver a hacerla.

No les puedo explicar el golpe que aquél rechazo significó. Estallaba de la rabia. No podía entender cómo tanto esfuerzo moría en esa espantosa ventanilla. Intenté patalear lo más que pude pero rápidamente me pidieron que me corriera de allí y así salí, descorazonado, rumbo a mi casa, a dar la noticia.

Ni modo. No hubo nada que hacer. Carlos viajó a San Francisco con su padre (un ser humano extraordinario, dicho sea de paso) y ellos lograron presentar nuestro trabajo, que al fin y al cabo, era el objetivo principal. Pasaron los meses, defendimos nuestra tesis con éxito, nos graduamos y empezamos cada uno a ver cómo ejercíamos esta hermosa profesión.

Yo tenía dos deseos: hacer un Ph.D justamente en behavior analysis o trabajar en publicidad. El primero era difícil de seguir en aquél momento, por limitaciones económicas y por inmadurez mía. El segundo había nacido de mi experiencia como estudiante del curso de Psicología del Consumidor que aquél año dictó mi adorada Irene Aguilera.

Acá es donde la historia se pone interesante, así que les pido un poco más de paciencia.

Irene es otra madre para mi. Quienes me conocen lo saben de sobra. Yo fui un estudiante de psicología singular porque no me gustaba la clínica. En 5to año no hallaba yo un área que realmente me interesaba para ejercer la profesión. Hasta que apareció Irene y nos voló la cabeza a varios que como yo no nos sentíamos muy cómodos haciendo Rorschach o imaginándonos metidos en el departamento de RR.HH de una empresa.

Irene por aquellos años era la VP de Planificación Estratégica en J. Walter Thompson, la más importante agencia de publicidad del momento en Venezuela. Al terminar su curso, varios le preguntamos a Irene cómo haríamos para trabajar en eso, o mejor aún, trabajar con ella. Pero ella respondió que en ese momento no había vacantes y que la situación económica y política del país no ayudaba. Comprendimos inmediatamente, pero sé que varios quedamos con ese sueño guardado.

Muchos meses después, hacía marzo del 2004 si mi memoria no me falla, recibo una llamada de Irene. Me dice que vaya al Cubo Negro, en donde se encontraban las oficinas de JWT, para que conversáramos sobre una posibilidad laboral. Yo no lo podía creer. Imaginé que por fin se había abierto alguna vacante y que, al haber sido estudiante de Irene, posiblemente me encontraba entre los candidatos a ocupar esa posición.

Fui lo más arreglado que pude a esa entrevista, hecho un manojo de nervios. Recuerdo que entré a la agencia y quedé tan deslumbrado como cuando la escuchaba a Irene en las aulas de la UCAB. JWT era un sitio realmente cool. Las paredes estaban pintadas de verde y azul, los grupos de trabajo estaban llenos de gente rarísima y las paredes llenas de afiches y pinturas extrañas. Entré a la oficina de Irene y me recibió con amabilidad pero apurada, porque tenía alguna reunión importante. Me senté y en ese momento ella me dijo lo siguiente.

(cito de nuevo de memoria. Pero Irene, quien espero que lea este post, podrá dar fe de lo ocurrido o hacer alguna corrección necesaria).

– “Rami, quiero que vengas a trabajar conmigo. ¿Quieres?”

La pregunta me parecía absurda, ¿quién en su sano juicio no querría trabajar con Irene? Imagino que balbuceé un nervioso si. Me contestó algo como:

– “Excelente. Espera entonces a que te llame para que hablemos de tu salario y tus beneficios”.

Yo estaba como atornillado en la silla. No entendía bien lo que estaba pasando. Siempre quise trabajar allí, con ella, y ahora estaba viéndola a los ojos, elegantísima como siempre ha sido, ofreciéndome justo eso: trabajar allí. Había pensado que este era un proceso tradicional de RR.HH, con varios candidatos, pruebas, etc. No entendía como aquella entrevista velocísima había terminado con un “excelente, espera a que te llame”.

Entonces recuerdo que le pregunté.

– “Profe, pero imagino que hay otros candidatos, ¿no?”.

Irene me miró con esa seguridad que la caracteriza y me dijo como quien responde algo obvio.

– “No Rami. Yo quiero que vengas tu a trabajar conmigo”.

Le pregunté por qué yo. Y ella me respondió:

– “Porque te veía vendiendo empanadas en mi clase”.

La reunión terminó rápidamente y yo salí de esa oficina como en estado de shock. Bajé a buscar un teléfono público en el primer piso del Cubo Negro. Marqué a la casa, atendió mi madre y le dije.

– “Ma, creo que me dieron el trabajo. Y no vas a saber qué cosa parece haber ayudado a que lo consiguiera”.

Ella me preguntó extrañada qué cosa era y le contesté:

– “Las empanadas Ma, me ayudaron las empanadas”.

Recuerdo que ella soltó una risa de alivió y alegría y dijo (el que la conoce, estoy seguro que la va a escuchar al leer esto).

– “¡¡¡Coño, para algo sirvieron esas putas empanadas!!!”


Amo contar esta historia porque, como les dije al principio de este largo post, retrata a mi madre de cuerpo entero.

Mi vieja querida ha sido toda la vida una mujer valiente y tenaz, que le ha metido el pecho a cuanta bala le han disparado. Si algo la caracteriza es la firmeza con la que ha luchado siempre, sin miedo. Fue así de joven, cuando era rebelde y jodida en la Buenos Aires de los años 60. Fue una mujer valiente que supo “bancarse” como decimos los argentinos, una migración durísima en los años 70 a un país culturalmente muy distinto al suyo, en una época, además, en la que migrar significaba cortar casi por completo los lazos con la gente querida. Luchó siempre al lado de mi padre, un personaje bien particular y difícil, no solo en sus mejores años, sino sobretodo en sus peores, acompañándolo a la diálisis y atendiéndolo para que esa horrible enfermedad le doliera menos. Con mi hermana y mis familiares más cercanos solemos joderla por su carácter, porque ha sido siempre “arrecha”. Pero es una joda que esconde una profunda admiración.

Hoy, con 78 pirulos como dice ella, sigue metiéndole ganas. Es una abuela ejemplar y laburadora, incansable, imbatible.

Sé que es casi un lugar común, pero soy lo que soy, fundamentalmente por ella y por sus putas empanadas. Porque esas empanadas simbolizan el tesón y la fuerza que ha tenido siempre y que la hacen ese ser humano excepcional.

Así que Madre amada, ¡Feliz cumpleaños!

Y desde el fondo de mi corazón, gracias; gracias por tanto amor y tanta entrega.

Como siempre, esas putas empanadas, te quedaron deliciosas.

 

 

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